Narran
los biógrafos de Francisco que estando por terminar el verano de 1224,
Francisco subió, por sexta vez, al monte Alverna, para ayunar una cuaresma en
honor de la Asunción al cielo de la Virgen y de san Miguel arcángel, y que éste
prodigio de la estigmatización sucedió en este período. Durante esta cuaresma
san Francisco su sumergió profundamente en la contemplación de Dios.
Fray
León miró “varias veces al santo Francisco extasiado en Dios y elevado de la
tierra…”. Más se sumergía en las profundidades del Dios Altísimo, Santísimo,
Sumo Bien, Único Bien y más se inflamaba en el deseo de sentir en su alma todo
el amor y en su cuerpo el dolor que Jesús tuvo que sentir en su pasión y muerte
en Cruz.
“El hombre
de Dios comprendió cómo, después de haber imitado el obrar de Cristo durante su
vida, debía volverse similar a Él también en las aflicciones y sufrimientos de
su Pasión, antes de dejar esta tierra” (Leyenda Mayor XIII,2).
La
causa de la estigmatización de Francisco es doble: Dios y Francisco: Francisco
que ardientemente, y siempre más, deseaba compartir el amor y el dolor de Jesús
en su Pasión. Dios que quiso marcar y premiar su siervo fiel con el sigilo de
su Unigénito.
En
este día tan especial que conmemoramos sus llagas, san Francisco nos invita a
descubrir el poder transformador del deseo de Dios. Muchas veces nos centramos
en las obras y olvidamos la fuerza del deseo de Dios, que también muestra la fe
que hay en nosotros, don divino. Se desea a quien se Ama.
Como
signos proféticos, los estigmas de san Francisco nos recuerdan la sabiduría
divina de la pasión y muerte en Cruz de Cristo por amor, la potencia del
Espíritu de Dios que poco a poco transforma en oblación viva la vida de los
hombres, la autenticidad y veracidad de la doctrina y Regla dictada a san
Francisco por el mismo Cristo. Son su inviolable testamento contra todas las
desviaciones en el entendimiento y vida del ideal franciscano.
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